¿Cómo le enseño a mi hijo a defenderse?

Aída de Verdi
5 min readJun 24, 2021

Aída de Verdi

La agresividad forma parte de la naturaleza humana y por ello el problema de la violencia existe en todas partes del mundo. Hogares violentos producen niños enojados que necesitan descargar su hostilidad contra alguien más débil, reproduciéndose de esta forma el ciclo del maltrato.

Entre niños y adolescentes, si la agresión física o verbal es sistemática, lo que hay es un acoso que se conoce como bullying. Y cuando el agresor es mayor que la víctima, se trata, además, de un abuso.

El bullying existe porque vivimos en una sociedad violenta, y PERSISTE porque hay impunidad. Es tolerado e incluso justificado; falta quien ponga un alto. No hay consecuencias para el agresor y no hay quién defienda a la víctima. ¿A quién le corresponde hacerse cargo? ¿Quién brilla por su ausencia en este escenario? -El adulto.

Existe la premisa equivocada de que los niños deben valerse por sí mismos, sin ayuda. ¿Y cómo aprende a defenderse un niño a quien nunca han defendido los adultos a cargo? ¿Por qué un niño de cuatro años habría de verse en la necesidad de defenderse de uno de ocho o de diez? Es como decir que una mujer tendría que poder contrarrestar la fuerza de un hombre maltratador. La mujer en un caso semejante necesita ayuda y el niño acosado también.

¿Quién tendría que ayudar, en primera instancia, al niño que está sufriendo una agresión? -los propios padres de la víctima. Cuando uno es testigo de la situación de acoso, hay que intervenir sin dudarlo. Y en situaciones donde uno no estuvo presente, es necesario tomar cartas en el asunto recurriendo a las instancias correspondientes para resolver el problema de inmediatio y delante del niño. Que el hijo se dé cuenta de que está siendo apoyado desde el principio hasta el final.

¿Por qué los agresores no dudan en maltratar, pero todos a su alrededor sí se detienen para poner un alto? En un afán de “respetar” (bajo la consigna de no invadir el espacio de los niños), pasamos por encima de nuestros propios hijos. No intervenir cuando un niño está siendo violentado es ser negligentes y convertirnos en cómplices del agresor. La idea asimilada por la víctima es: “lo que me está ocurriendo es normal, no hay nada que hacer, mejor me aguanto”. Sin darnos cuenta normalizamos el maltrato y contribuimos a que se perpetúe.

En cambio, al defender a nuestros hijos y a cualquier niño que sufre, al ponerle un límite al agresor, el mensaje es: “hay cosas que son intolerables, no es normal que alguien me haga daño, yo no merezco esto, pero afortunadamente tiene solución, se puede vivir de otra manera”. Y al mismo tiempo el bully entiende que su conducta no será permitida jamás, que si se comporta así, lo único que obtendrá es la reprobación social.

Nuestra función como mamás y papás es brindar a nuestros hijos protección. Dicha protección es el ingrediente principal a partir del cual el niño construye su seguridad. La confianza básica no se desarrolla sola, es obtenida directamente de los padres en un vínculo de apego seguro que implica no solamente el sentimiento de amor sino los cuidados reales. Cuidar significa defender al pequeño de los peligros del mundo. Así como protegemos a nuestros hijos del frío, del sol, o cuando hay un terremoto, también hay que defenderlos de agresiones por parte de otros niños o adultos. El sentido es el mismo, y cuando se trata del sufrimiento provocado por otro ser humano, la intervención adulta es lo único capaz de parar de manera efectiva lo que está ocurriendo. Un desastre natural puede llegar a rebasar cualquier iniciativa humana para proteger a los niños, pero a un agresor siempre se le puede detener.

“Pero es que yo quiero que mi hijo resuelva solo sus problemas porque yo no siempre estaré ahí para protegerlo”. -Justamente debido a que uno como mamá y papá no puede estar siempre presente, es indispensable que cuando sí lo estemos, actuemos sin dudarlo.

Nuestros hijos irán aprendiendo a defenderse a través del ejemplo que les brindamos de cómo se resuelven ese tipo de situaciones, es decir, mediante nuestra intervención directa, poniendo un alto al acoso. De esta manera, cuando no estemos ahí, ellos poco a poco lograrán reproducir lo observado y establecer sus límites sin ayuda, desde la premisa de: “esto que me están haciendo no está bien y no tengo por qué aguantarlo”. Para que dicha premisa sea una convicción en el interior de nuestros pequeños, antes tuvimos que haberles demostrado con hechos que efectivamente no hay que tolerar malos tratos. La certeza de “no merezco esto” depende completamente de la autoestima que se gesta y alimenta en el niño a partir del amor y protección materna (y paterna).

“No quiero sobreproteger a mi hijo y que se haga débil”. -Ojo: cuando a un niño de ocho años lo agreden otros de doce, o cuando tienen la misma edad pero atacan a uno entre varios, la intervención adulta no es sobreprotección, es protección y es indispensable. La desprotección es la que genera fragilidad; la indefensión también se aprende. Un niño jamás se debería de sentir solo ante un problema.

“Yo hablo mucho con mi hijo, le insisto que él puede, le digo que no lo permita, lo empodero”. -Cuidado: si como adultos no actuamos y solo transmitimos estos discursos, podemos causar un daño aún mayor, pues ante una realidad abrumadora de clara desventaja, el niño además se sentirá culpable de ser incapaz de resolver el problema. “Hay algo muy mal en mi, que no puedo con esto”. El resultado es una disminución de la autoestima y la seguridad, que pone al pequeño aún más vulnerable a situaciones de bullying y entonces el conflicto no se acaba nunca.

Defendamos a nuestros hijos antes de que una agresión aislada se convierta en bullying y los estragos en su salud mental sean difíciles de revertir. Pongamos un alto oportuno a los agresores, rompamos el ciclo de la violencia, dejemos de justificar, jamás hagamos que nuestros hijos enfrenten solos una situación que los daña. Si entre adultos nos ayudamos, si consideramos la solidaridad una virtud, con mayor razón hay que estar ahí para los niños. Enseñémosle a los hijos a poner límites haciéndolo nosotros primero. Cuidemos las infancias.

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Aída de Verdi

Filósofa y psicóloga / Maestría en psicoterapia infantil y de adolescentes / Maestría en filosofía analítica y del lenguaje / Candidata a doctora en filosofía